Libertalia


Por Antonio Cabrero Díaz
Hola amiguitas y amiguitos de PBdigital aquí estamos otra vez. Hace un par de semanas escribí que tarde o temprano saldría el sol para todos los Atléticos de Madrid, y afortunadamente así ha sucedido. Después de catorce años sin ganar al Real Madrid, y de diecisiete sin ganar la Copa, el pasado viernes ocurrió el milagro. David venció a Goliat, y los indios con gran ayuda de Manitú derrotaron a los rostros pálidos reencarnados en vikingos.

Esta victoria no es sólo fútbol, representa el hecho de que el más débil puede vencer al fuerte. Y como bien dijo el “Cholo” Simeone, es un indicativo de que las cosas pueden cambiar, y que con persistencia, tesón y trabajo cualquiera puede conseguir lo que se proponga por muy mal que este la situación.

El triunfo de Atlético me emocionó, porque me hizo feliz a mí, a muchos amigos, y a mucha gente, que por un instante se olvidaron de sus circunstancias, y de sus problemas. Pero principalmente me satisfizo porque provocó en mí que se despertara la ilusión de que algún día, por qué no, el que es tratado injustamente, el pobre, será capaz de alzar la voz, y de conseguir doblegar al rico que le tiene oprimido.

Una vez hecho este breve inciso, les dejo con un relato real o ficticio, la verdad es que no lo sé muy bien, que ha escrito mi imaginación a petición de una persona, que espero sea de su agrado, o no, y el cual puede terminar confirmando las sospechas del público en general de que éste que escribe cada día que pasa va a peor.

Sin más, esperando que les guste, y que les disguste, les dejo con:

LA COMPAÑERA NUEVA

“Serenidad del valle, tierra pausada
 En su extensión horizontal verde,
Río parado en su lecho sin querer avanzar
Petrificado en su presente,
Aguas sin rumor calladas,
Que le impulsen su destino,
En su silencio, las oigo conmovido”.
                                            Jesús González

La sala de profesores cada vez estaba más vacía. Antes eran más de doce, y ahora no llegaban a seis. Tenía la sensación de que cada día iban desapareciendo compañeros a pares, es decir de dos en dos.

La amplitud de espacio no sólo la notaba en su lugar reservado de trabajo, también la percibía en las aulas, en los pasillos, en el patio, incluso en la capilla.

Él era profesor de inglés, y reflejaba con su método que los tiempos poco habían cambiado. Continuaba con “el repetir conmigo”, pulsando el botón rojo, y escuchando a los niños como el que oye papagayos en un bosque tropical.

Había llegado recientemente una compañera nueva que nada tenía que ver con el perfil del personal docente del centro. Era joven, tenía ilusión, y se le daba muy bien lo que hacía, y además de ser físicamente agraciada, era trabajadora y buena compañera.

Desde luego no se parecía en nada al profesor de educación física. No le aguantaba, le parecía borde, tenía rasgos penitenciarios y un habla más barriobajera que pedagógica.

Fue precisamente este profesor el que le alertó de la desaparición de las personas. No le caía bien pero alguna cualidad poseía, eso no podía negarlo. Una de ellas era que tenía los cinco sentidos muy desarrollados. Sobretodo la vista y el oído. También era inteligente, “un talento desaprovechado”, como decía una de las profesoras más veteranas. A él sin duda le parecía un prepotente, un creído, y un auténtico gilipollas.

Repasando las fichas de trabajo le daba vueltas al razonamiento del criticado anteriormente. El musculitos, venido a menos por el paso de los años, mantenía la teoría de que las desapariciones de la gente coincidían con la llegada de la chica nueva, y lo cierto es que era verdad. ¿Y si tuviera algo que ver?, ¡no podía ser!, con esa carita de no haber roto un plato, con ese rostro de buena persona, y con esa buena educación. Una persona tan tímida, tan discreta, y tan amable no parecía capaz de poder matar una mosca.

Continuaban pasando los días, las semanas, y cada vez eran menos. El “teacher” ya sospechaba de todos, bueno de dos, porque sólo quedaban tres; él, el de gimnasia, y la nueva. Estaba claro, sabía quien era el responsable de que las escaleras, los baños, y los suelos estuvieran cubiertos por un manto de sangre.

Atenazado por la duda fue en busca de ella, sin pararse a pensar que la conocía de poco tiempo, y que era al otro al que después de diez años de pésima convivencia conocía realmente.
Una vez reunidos ocurrió lo que todos estábamos pensando, también ella acusaba al musculitos, tenía claro que el responsable de su enclaustramiento, y de los cientos de crueles y sádicos asesinatos era él, y lo aseguró con tal firmeza y seguridad que nadie en su sano juicio hubiera sido capaz de no creerla. Además le indicó que ella sabía en donde tenía ocultos los cadáveres, y que no era otro sitio que el denostado gimnasio. Allí encontraría las evidencias que confirmarían sus sospechas, ¡qué fácil y raro a la vez!

Raudo enfiló las escaleras salpicando las paredes con sus atropellados pasos. Intentando detener su corazón con la lengua, y sujetando sus sienes con los nervios, llegó al patio.
Con un par de zancadas escasas se situó enfrente de la puerta, la cual ya no mostraba sus cristales y sí tablas de madera que no dejaban pasar la luz. Alargó su brazo con la ayuda del valor y la empujó con la seguridad del que esta en el borde de un tablón de madera en un barco pirata esperando que le coman los tiburones.

El horror se adueñó de sus lágrimas y el pánico de sus extremidades. Todos estaban allí, entre colchonetas, bancos suecos y espalderas. Todos estaban muertos, hechos pedacitos, con los rostros desfigurados, dibujando una absoluta ausencia de humanidad.

Le echó coraje y entró, sorteando trozos de tibias, restos de vísceras, y montones de sesos. Cuando iba a alcanzar la puerta del material, la cual no dejaba de emanar sangre y un olor nauseabundo, reconoció a alguien y no por su pequeño fémur. Era el profesor de educación física, el chándal adherido al hueso del equipo de fútbol de Atlético de Madrid le delataba.

El mundo se le cayó a sus pies al mismo tiempo que la venda que le tapaba los ojos. ¡Maldita sea!, era ella, la única que quedaba. Como podía haber sido tan tonto, pero ya no era tiempo de lamentarse, era el momento de salir de allí lo más rápido que le permitiesen sus desanimadas fuerzas.

Antes de que le diera tiempo a girarse el ruido del cierre de la puerta de salida le paralizó el cerebro, pero no lo suficiente para no reconocer la voz que le invitaba a ser el siguiente, y el último.

Ella estaba delante con la caja de herramientas para desguazar humanos en la mano. No le iba a atacar porque no la hacía falta. El mal estaba hecho, el veneno estaba a punto de hacer su efecto, ya le hacía permanecer inmóvil, y a continuación le pararía el corazón.
Nunca debió aceptar beber de su botella de agua. El siempre lo hacía de su vaso de plástico. Ese mismo día cuando se estaba comiendo el plátano de media mañana y se disponía a echar un trago entro ella, y le dijo que como era capaz de beber de un vaso que lo único que le podía acarrear era una infección o coger cualquier enfermedad, que ella bebía de su propia botella, esterilizada y aséptica.

Él, demostrando que era un auténtico incauto, la hizo caso, tiró sus vasos a la papelera, y para evitar cualquier tipo de mal aceptó calmar su sed con su botella. Lo que en un principio parecía su salvación, paradojas de la vida, acabó siendo su condena.

En el suelo, soltando espuma por la boca y formando un colage con los charcos de sangre, víctima de un ángel del infierno, componente de los escuadrones de la muerte de los nuevos dueños del mundo, nuestro cándido maestro comprendió que él era el último representante de una especie que habían exterminado a conciencia, la de los hombres y las mujeres diferentes, gentes normales que hacían de su normalidad y sencillez su hecho diferencial.

Antes de dar el último suspiro dibujo con su aliento un escrito ayudado por su lengua, “las apariencias engañan”. Qué sabia frase, que gran consejo “ándate con ojo…”, que él no supo seguir, y que tristemente nadie de su misma condición había seguido.
La compañera nueva al verlo soltó una estruendosa carcajada, uno más que había caído. Borró la inscripción con la suela metálica de su zapato de tacón e inició el despiece para concluir su misión. El encargo estaba hecho, nada quedaba distinto, nadie quedaba diferente. Todo estaba bajo control, para tranquilidad y regocijo de los que dominaban el mundo.

La batalla contra la diferencia había sido muy fácil ganarla, no habían hecho falta armas ni ejércitos sofisticados, con la belleza única y las formas convencionales había sido suficiente. Tampoco vino mal criminalizar a todo el que fuera a contracorriente y se intentara salir de los cánones establecidos.

Pasado un tiempo las escuelas se volvieron a llenar de adultos y de niños, todos iguales por fuera y por dentro. Todos sumisos y felices porque no conocían que era la variedad y la tristeza, y todos oyendo cada mañana, a la misma hora, la misma canción, que decía:

“Juegas a ser distinto
 Y no digo que no lo seas
 Sólo que ser diferente
 Es ser de otra manera.
 Aquí has nacido en serie,
 Y morirás en la cadena,
 Qué pena ser tanto,
 Y tan poco a la vez.”
                                            Julio Castejón

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