Por Antonio Cabrero Díaz
Hola amiguitas y amiguitos de PBdigital aquí estamos otra
vez. Soy incapaz de escribir menos (lo siento Jaime) y de hacer mis
colaboraciones más cortas. Entiendo que todo aquel que se canse o se aburra
solo lea la introducción, cosa que por cierto hoy va a tener difícil.Todas las
posturas son respetables.
Sin más, esperando que les guste, y que les disguste, les
dejo con:
MIS CHAVALES
Llevo dos años de tutor de una clase del colegio en donde
tengo la inmensa fortuna de trabajar, o lo que es lo mismo, que después de sus
padres la responsabilidad de que saquen los estudios adelante o de que sean
buenas personas en esta vida es mía.
Son veintidós porque uno se fue a su país y no volvió. Cada
uno de su padre y de su madre, cada uno con sus características físicas e
intelectuales propias, pero todos ellos son mis alumnos.
Es evidente que también doy educación física a más clases,
pero esta es mi clase, para lo bueno y para lo malo, aunque por su
comportamiento destaque lo malo. Pero no malo porque sen malos, sino porque en
general (alguna excepción hay) son difíciles de tratar y dan mucho trabajo, por
su inquietud y su capacidad de andar flotando en el espacio y no atender a lo
que deben.
Todo este tiempo he intentado que respeten al que tienen al
lado, a los que les enseñan, y a sí mismos, y ciertamente algo creo que he
conseguido, no mucho, pero algo si.
Recuerdo el año pasado en una reunión de evaluación cuando
el resto de profesores estaban hablando de ellos. Que si hablaban mucho, que si
estudiaban poco, que si no cumplían con las normas ni el reglamento, que si por
aquí, que si por allá, nada positivo todo negativo, hasta que de repente me
planté y dije basta.
Todo lo que decían era cierto pero algo bueno tienen que
tener, son mis chicos y sus circunstancias, alguna de ellas poco favorables, y
no estaba dispuesto a que nadie viera solo lo negativo, porque para ponerles en
su sitio estaba y estoy yo. Es como cuando a mi padre le decían que yo era un
trasto y el contestaba que ya lo sabía pero que era él el que me lo tenía que
decir y no nadie que no le incumbiese. A mí me salió y me sale ese instinto
protector del progenitor con su vástago, que defiende lo suyo aunque sepa que
lo suyo propio no lo esta haciendo bien.
Ha pasado el tiempo, y algo hemos mejorado, en
comportamiento y en rendimiento, pero sobretodo en ser mejores personas, y eso
es para lo que yo trabajo, ese es el motivo que me anima a levantarme por las
mañanas y por el cual la función que desempeño la haría sin ningún tipo de
retribución económico de por medio.
Uno de los momentos más felices de todos mis años dando
clase no se debió a la estadística ni a los buenos resultados (esos que tanto
buscan las pruebas de la Comunidad de Madrid), sino a lo que ocurrió el día que
una de mis alumnas no era capaz de hacer un salto de altura.
Ese día amigos la niña se puso a llorar, yo me quedé
callado, esperando, sin tan siquiera decirle lo que suelo decir siempre, que se
llora por cosas importantes, como por ejemplo cuando uno pierde a su madre. De
repente se levantaron todos, olvidándose de mi presencia, la rodearon, y
comenzaron a darle ánimos, a decirle que podía, y que no preocupara que no
pasaba nada, que yo no obligo a nadie a hacer algo que no se atreva o que no
pueda.
Mi niña grande se levantó, cogió carrerilla, y pasó la
cuerda sorteando la altura. La ovación fue estruendosa, se oyó por todos lo
rincones del colegio, incluso más fuerte que los latidos de mi corazón.
Entonces yo me dije, “¡esa es mi clase!”, “algo habré hecho bien”, y durante
breves momentos la felicidad se apoderó de todos y cada uno de mis
pensamientos.
Desde Semana Santa hasta ahora no hay día que no haya
castigado a alguno, o a muchos, bueno no yo sino ellos, porque son ellos
realmente los que se castigan a sí mismos. He puesto sanciones disciplinarias
(ahora no se puede decir parte), les he quitado el recreo y el fútbol, les he
mandado escribir y estudiar en mis clases, e incluso he dejado a alguna sin ir
a las excursiones programadas.
Me enfado con ellos, pero estoy encima de ellos. No hay día
que no llegue al centro y no me digan que fulanito se ha pegado con menganito,
o que una o uno han contestado mal a algún profesor, o que como hace buen
tiempo un grupo de artistas llegan con retraso todas tardes porque se quedan
jugando al balompié en el parque.
Mi deber de buscar lo mejor para ellos me obliga a tomar
medidas y hacer todo lo que les he contado antes, y les tengo que reconocer que
castigarles me duele más que a ellos, porque uno no ha nacido para reprimir y
sí para crear, y hacer que a la gente le vaya lo mejor posible, sean niños o
adultos.
Ha pasado la semana cultural, y con ella los campeonatos, en
los cuales habían alcanzado las finales de fútbol y de balón prisionero del
tercer ciclo (es decir de sexto de primaria, doce años para que se hagan una
idea) los equipos de mi clase, pero que yo no tenía la intención de dejar que
jugaran debido a su mal comportamiento, y a la falta de estudio y esfuerzo de
las últimas semanas.
Llegado el día consideré que igual era mejor que jugaran
para así estimularles y animarles para que mejoraran su actitud (uno tiene
corazón). El equipo directivo también lo consideró así y aceptaron mi
propuesta.
Allí estaba yo, dentro del campo, gritando a uno,
aconsejando a otro, metiendo goles con la mente, y dando patadas al aire. Mis
compañeras me decían que se me veía el plumero, que como defendía y ordenaba a
mi clase, ¡pues claro!, ¡son los míos!,
y no es que los demás no lo sean, pero esta es mi clase.
Ganaron las dos finales, pero eso es lo de menos. Por un
instante se olvido todo, los partes y las notas bajas. Todos juntos saltaban
abrazados celebrando dando igual el expediente académico, la nacionalidad y la
situación personal. Todos eran iguales. Todos eran COMPAÑEROS unidos y felices.
En una esquina yo sonreía, estaba orgulloso, me gusta mi
curso, aunque les diga barbaridades, o que lo único que espero es que cuando
llegue por las mañanas nadie me hable de ellos, ni bueno ni malo, sólo que no
me hablen. Tienen una cualidad básica, la autenticidad, y es que aunque se
peguen o se insulten, cuando uno tiene un problema de verdad todos acuden en su
ayuda, y por supuesto que no van a casa contando majaderías porque saben que
ellos son responsables de las que “arman”, y que quieren que les diga, que
aunque a veces me dan ganas de matarles, no puedo dejar de sentir y de decir,
que para lo bueno o para lo malo, ¡ESOS SON MIS CHAVALES!
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